22. ene., 2022
La otra cara de la jubilación anticipada
Muy poco después del diagnóstico de enfermedad de Parkinson a mis 47 años, le pregunté a un neurólogo, hasta cuándo debía trabajar. Su respuesta fue: “Hasta el último día en que la enfermedad se lo permita”.
Sus palabras me quedaron resonando: ¿qué pasaría ese día? ¿Sería yo quien lo decidiría o serían mis compañeros y jefes en el trabajo quienes me lo advertirían antes de que yo lo decidiera? ¿Cuál sería la señal? En cualquier caso… ¿cómo sería trabajar hasta el último día en que la enfermedad me lo permitiera?
Obediente y acatadora de normas y procedimientos me propuse que así sería.
El primer obstáculo con el que me encontré fue el tabú que rodea a las enfermedades neurodegenerativas: a uno le resulta difícil hablarlo con naturalidad, y a los demás también. En lo a que a mí respecta, mencionar la palabra Parkinson sin que se me quebrara la voz me llevó 5 años. ¿Cómo plantear en el lugar de trabajo las necesidades que uno tiene, si eso implica socializar la noticia cuando uno no está preparado?
Por otra parte, ¿cuáles son las opciones que el sistema prevé para un trabajador en esta condición? Si se trata de reducción de jornada laboral, la ley de funcionarios públicos (que aplica en mi caso) establece que puede ser de hasta un medio horario por un máximo de 9 meses, luego de lo cual se retoma el régimen de horario completo o se renuncia. ¿Será que no está contemplado que alguien con una enfermedad crónica y neurodegenerativa “ose” seguir trabajando? Si se trata de apelar a las condiciones de trabajo que rigen para el ingreso de personas con discapacidad, la ley dice que serán las mismas en cuanto a horario que las que se exigen a las personas sin discapacidad.
Tuve la fortuna de que el diagnóstico me encontrara trabajando con un equipo de gente que sabe lo que es tratar con la vulnerabilidad y eso contribuyó mucho a que mi proceso, que ya de por sí era bastante difícil, no lo fuera más aún. Sin embargo, fuera de mis compañeros más cercanos yo no hablaba del tema y nunca me gustó valerme de mi enfermedad como excusa para evitar una tarea, ni como elemento de manipulación.
“¡Vení a la hora que quieras!”, me dijo con voz fuerte y con sarcasmo, un funcionario de otra Dirección, cuando me vio llegar a media mañana, luego de mis sesiones de rehabilitación. Y se equipara a: “¡Quién pudiera tener un sillón como tú en la oficina!, parece que algunos no vienen a trabajar”, en relación a un sofá que venía rogando que me dejaran conservar para recostarme unos minutos cuando sobrevenía la fatiga.
Un día encontré un documento de la Unión Europea que establecía recomendaciones para implementar en los lugares de trabajo, para facilitar la permanencia en sus puestos de aquellas personas con enfermedades neurodegenerativas. En el caso de los trabajadores con Parkinson las medidas eran 5:
- Flexibilidad en el horario para acudir a las citas médicas y sesiones de rehabilitación
- Un lugar para estacionar el auto
- Un lugar tranquilo para trabajar
- Un área de reposo
- Posibilidad de trabajar desde la casa.
Llevaba cerca de 5 años trabajando luego del diagnóstico cuando se lo planteé a mi superior. Me dijo que sería muy sencillo que su jerarca me autorizara el lugar para estacionar, y que trabajar desde mi casa yo ya sabía que podía hacerlo cuando lo precisara. De hecho, gracias a una gestión que había hecho una compañera de trabajo, tenía flexibilidades con mi horario de trabajo, pero yo nunca lo pude sentir como un derecho establecido para personas con mi enfermedad, sino que lo sentía como un privilegio. De hecho, en un momento que hice este planteo de trabajar desde mi casa la respuesta que obtuve fue: “Bueno, pero que no sean los viernes, ni tampoco siempre los mismos días de la semana, ni todas las semanas, ni tampoco ahora que tenemos esta tarea urgente para terminar.” Nada que aclarar, tenía que hacerlo de manera de no llamar la atención, porque no era un derecho, era un privilegio. Y lo entiendo. Porque la medida no estaba amparada en ninguna normativa que respaldara a quien me lo autorizase.
También se me respondió que en el edificio era prácticamente imposible disponer de un lugar tranquilo para trabajar. Con la ayuda de unas compañeras, recorrí el lugar tratando de aplicar mi creatividad. ¿Podría colocar un catre en la sala de lactancia, para recostarme un rato cuando me sentía fatigada? No fue posible, no había forma de que cupiera. Por mucho que daba rienda suelta a mi creatividad, no aparecía ninguna alternativa razonable. Es difícil explicar que pensar cansa, que hablar cansa, que planificar una tarea cansa, que intentar concentrarse te deja más agotada que si hubieras corrido una maratón. Llegaba a mi casa a tirarme en un sillón, sin capacidad de hacer nada más por el resto del día. A veces ni eso: mi marido me pasaba a buscar y yo reclinaba el asiento durante el viaje sin poder emitir una palabra. Con él llegamos a pensar alternativas para el necesario descanso durante la jornada laboral.
Vislumbramos dos: alquilar una habitación por Airbnb en algún edificio cercano para ir a recostarme cuando lo precisara, o dejar el auto en algún estacionamiento donde pudiera ir al mediodía a comer y descansar. Pensamos incluso en la posibilidad de hacerle colocar vidrios oscuros para estar más tranquila. Luego vino un cambio de estructura organizativa y yo quedé a cargo de una división más pequeña que la anterior, lo que me trajo cierto alivio. Pero al ser una unidad nueva y pequeña nos asignaron una oficina minúscula, sin luz ni ventilación, separada de apenas una mampara que no llegaba al techo del pasillo y de otras oficinas. Al lado tenía un funcionario que ponía música a todo volumen, que se reía fuerte, cantaba y decía groserías. Mis esfuerzos para concentrarme y coordinar al equipo se volvieron inhumanos. Pero no terminaba ahí. Arriba de mi escritorio, había un gigantesco equipo de aire acondicionado, que tiraba ráfagas heladas arriba de mi cabeza. No había poncho de lana en los meses de verano que me hicieran entrar en calor. El frio era veneno concentrado para mis síntomas. La disputa por el control remoto del aire se convirtió en el centro de mis pensamientos.
Hasta ese momento, nunca había hecho ningún planteo a la Unidad de Salud Ocupacional. Nunca “pude” hacerlo. Sin embargo, los problemas de convivencia con los ocupantes de la oficina contigua motivaron a que una compañera de trabajo pidiera a dicha Unidad que atendiera la situación.
Llevaba 7 años trabajando desde el diagnóstico, casi el doble del tiempo medio (4,22 años) que “resisten” en sus puestos de trabajo los empleados en la Unión Europea, cuando mis médicos empezaron a sugerirme que era tiempo de pensar en el retiro laboral, y que el esfuerzo que estaba haciendo estaba acelerando el avance de la enfermedad. No recuerdo haber pedido en todo ese tiempo ninguna licencia médica. Los resultados de ese estudio fueron publicados con el subtítulo: “El sistema ha fracasado en apoyar a las personas con Parkinson” y pretendió arrojar una luz sobre el desafío de equilibrar el manejo de los síntomas con el mantenimiento de su empleo.
Creo que “resisten” es un término perfecto. “Resisten” a todas las fuerzas que lo empujan a salir del mercado laboral. Esas fuerzas a vencer, día a día, minuto a minuto, en mi caso durante 2555 días eran, entre otras:
· La apatía y la depresión
· La ansiedad
· La dificultad para concentrarse y tomar decisiones
· La fatiga, el agotamiento que sigue al esfuerzo de cada acto físico o mental
· Lo difícil que lo hace una sociedad que por otra parte carece de información respecto a la enfermedad y particularmente a la posibilidad de personas jóvenes, en edad activa la padezcan.
· Lo poco o nada preparado que están los lugares de trabajo para acompañar a quienes deciden seguir trabajando.
· Las leyes sociales, que empujan a la jubilación anticipada.
Googleando encontré un artículo en el que alguien había investigado acerca de cuál era el momento en el que las personas que padecen Parkinson decidían retirarse laboralmente. Y este punto era prácticamente unánime: cuando los que vienen resistiendo claman: “!No puedo más!”.
¡Tan fácil y tan difícil! ¡Tan lógico y tan incomprendido!
Uno siente que haber llegado al punto de establecer que “No puede más” fue un acto de gran coraje. Lo que ni se imagina es el coraje que tendrá que reunir para atravesar las etapas que siguen. Si uno pretende jubilarse anticipadamente el primer paso es obtener la evaluación de incapacidad. Yo no sé qué me requirió más coraje: si abrir el resultado del estudio de imagen que mostraba las áreas de mi cerebro defectuosas, o atravesar la puerta del edificio que llevaba un gran cartel fuera “Evaluación de incapacidad”.Luego vienen las citas para el “peritaje de incapacidad”. Un médico que ha estudiado tu historia clínica y los informes elaborados por los profesionales que han hecho el seguimiento clínico de la persona y que respaldan la solicitud de la jubilación anticipada. Yo era consciente que en esa instancia se jugaba mi futuro, mi calidad de vida de los próximos años. Pensé en el poder de ese hombre que me atendió, y en la ironía de que en esos pocos minutos alguien se formaría una idea de mi situación.
Para peor, empecé con el pie izquierdo. Comencé diciendo: “Es difícil de explicar para alguien que no lo vivió….” Antes de poder terminar la frase, el médico me dijo que no me iba a permitir esa afirmación, ya que él tenía 30 años de profesión y estaba capacitado para entender lo que fuera necesario aunque él no lo hubiera padecido. Quise relatarle una anécdota para explicarle el nivel de cansancio que tenía. Le conté que el dentista me había dicho que tenía que sacarme una muela de juicio y que en mi cabeza, la primera idea que se me cruzó, fue: “¡Excelente!, así no tengo que trabajar por unos días”. Sin embargo, transcurrió un año sin que lograra juntar fuerzas para llamarlo para coordinar, porque uno va dejando para después todo lo que no sea estrictamente urgente, porque cada cosa, por mínima que parezca, requiere un esfuerzo inimaginable. El médico me contestó: “No lo habrá llamado porque tendría miedo”. Cuando estábamos terminando, me dijo que me había observado durante la entrevista y que no me había visto temblar en ningún momento, por lo que no había impedimento para poder escribir. Yo pensaba para mis adentros: “No le voy a explicar que justamente lo que me llevó a consultar fue mi dificultad para escribir, pero por rigidez, no por temblor”.
También pensaba en los períodos en OFF de mis compañeros de ruta que presentan temblor. (Se le llama así a los períodos en que la medicación no hace efecto, lo que ocurre con mucha frecuencia unos años luego del diagnóstico). Ya cerrando la entrevista me dijo que iba a pedir que me vieran otros especialistas, pero que desde su punto de vista yo no tenía que bajar los brazos y podía mejorar con la ayuda de algunas terapias. Ahí casi desesperé: “¿Terapias? ¿Qué terapias? ¿Usted sabe de algo que yo pueda hacer y yo no haya hecho? ¡Dígamelo, por favor!” No tuve oportunidad de decirle que hago terapia psicológica, meditación, yoga, tai-chi, reflexología, acupuntura, gimnasia aeróbica, ejercicios de mímica facial, fisioterapia, tangoterapia y que desde que empecé con episodios extremadamente dolorosos de distonía me inscribí en un programa online para su tratamiento que agrega ejercicios específicos para las piernas, musicoterapia, ejercicios para los ojos, de respiración, y un sinfín de “terapias” más. De todas formas, me dijo que esa era su opinión y que él no era responsable del dictamen final.
Todas estas entrevistas están abocadas a evaluar el porcentaje de incapacidad según una herramienta llamada baremo. La metodología lleva a desear poder sumar partes del cuerpo que no funcionan o que lo hacen mal. Entiendo que es necesario generar un método objetivo para establecer el grado de impedimento para seguir trabajando, pero…. ¿no habrá una forma más humana de hacerlo? ¡Porque humanamente se me hace atroz! Completando la inhumanidad del proceso, se obtiene –cual mérito alcanzado– el rótulo de “incapacitado para todo tipo de tarea”. Entiendo qué es lo que dice la ley, pero ¿no se podrá buscar otro término? Algunos amigos en esta ruta me han mostrado el dictamen con lágrimas en los ojos. A una de ellas le colocaron en el expediente “Inepta total”.
Siento que todo el proceso está hecho para certificar si la persona es capaz de seguir trabajando, pero no percibo la preocupación de en qué medida afecta a la evolución de la enfermedad el hecho de seguir trabajando. Tampoco veo que en el proceso alguien pregunte: “¿Qué es lo que podría seguir haciendo, sin que eso afecte el curso de su enfermedad y sin que dañe su autoestima?”; “¿Está dispuesta a seguir activa realizando alguna tarea en algún formato que se adapte a sus posibilidades?”.
Cuando hablamos de una enfermedad neurodegenerativa diagnosticada cuando se es tan joven, parece bastante improbable que uno logre seguir trabajando hasta alcanzar la edad estipulada para la jubilación normal. El retiro laboral anticipado se presenta entonces casi como una certeza. La pregunta del millón es cuándo. ¿Hasta cuándo resistir? ¿Para qué resistir?